EL INCREÍBLE INCRÉDULO
Un cuento para recuperar el amor y la magia de la vida
Jesús García-Consuegra González
ÍNDICE
CAPÍTULO 1
El desencanto
CAPÍTULO 2
Una creencia peligrosa
CAPÍTULO 3
Extrañas apariciones
CAPÍTULO 4
La mansión de Aridán
CAPÍTULO 5
Los éxitos del Increíble Incrédulo
CAPÍTULO 6
La conquista del Paraíso Incrédulo
CAPÍTULO 7
El encuentro de la llave misteriosa
OTROS CUENTOS PUBLICADOS
E
CAPÍTULO 1
EL DESENCANTO
l Increíble Incrédulo no había sido siempre lo que significan estas
palabras. Lo que ocurre es que un día se levantó con el optimismo
de un canario en día de sol y decidió dar un paseo. Entonces se
encontró con un diputado que le dijo:
—Si me das tu voto, acabaré con la inflación, el desempleo y la miseria.
—Está bien, te lo daré —contestó el Increíble Incrédulo con una ancha
sonrisa.
—Cree en mí —concluyó el diputado, y continuó su camino.
Llegó el día de las elecciones y el Increíble Incrédulo dio su voto al
diputado, como le había prometido.
Cuando se hizo el recuento de los votos, el diputado obtuvo un escaño,
pero más por la astucia de convencer a muchos, como el Increíble
Incrédulo, que por honradez y capacidad.
Al cabo de un tiempo, viendo el joven que todo seguía igual, fue a ver al
diputado (que ahora era el presidente) y le dijo:
—Oye, ya hace un año que te di mi voto y todo sigue igual, como al
principio. No ha cambiado nada, y yo sigo en paro y…
El presidente comenzó a reírse a carcajadas y, con un gesto que pretendía
dar a entender la ignorancia del otro en los temas políticos, contestó:
—Ten paciencia, hombre, aún es pronto. Roma no se hizo en un día.
Vuelve el año que viene y verás como todo ha cambiado.
Así lo hizo, puesto que todo seguía sin un ápice de cambio.
—Es pronto aún —le repitió el presidente—. Vuelve el año que viene.
Pero al tercer año volvió y le recibió una secretaria, que le transmitió las
palabras del presidente:
—El presidente está muy atareado —le dijo—, pero me ha dicho que te
transmita que está trabajando en lo que te prometió.
El Increíble Incrédulo entendió que eso era lo mismo que le había dicho
el año pasado, aunque con otras palabras. Así que le contestó de muy mal
humor y alzando la voz:
—No, ya no le creo. ¡Ya no le puedo creer!
Y salió vociferando a la calle:
—¡El presidente es un mentiroso! ¡El presidente es un mentiroso! ¡El
presidente es un mentiroso!
Pero la gente no le hacía mucho caso.
Fue tras este desengaño cuando empezaron a brotarle los primeros
síntomas de incredulidad.
Más tarde, casi olvidado ya este incidente, conoció a una muchacha muy,
muy bella y se enamoró loca y apasionadamente de ella. Al cabo de un
tiempo, este le propuso que se casara con él, y ella le aseguraba muy a
menudo:
—No te defraudaré nunca. Te quiero te quiero, te quiero. ¿Crees en mí?
—Creo en ti –contestaba él.
Y creyó en ella tanto que, por un momento, se olvidó de que no creía en
los diputados ni en los presidentes.
Tiempo después, cuando todo estaba preparado para la boda, el Increíble
Incrédulo le confesó a su novia:
—Sabes una cosa, Lucerita —este era su nombre—, eres lo único que
amo, en lo único que creo, por lo único que vivo. Eres la única cosa que
tengo en el mundo.
Y la besó.
Desde aquel día ya no volvió a verla y estuvo cerca de cuatro años
esperando que volviera. Después, perdida ya toda esperanza, se fue gritando
por las calles como un loco:
—¡El que crea en el amor y en el Gobierno que se prepare para el
infierno!
Cuando se le pasó un poco aquel desengaño amoroso hizo una buena
amistad con un muchacho que se encontraba casi en la misma situación que
él y le contó todo lo que le había pasado con Lucerita. Le confesó que tenía
una mala costumbre, que era dar más importancia siempre a los demás que
a sí mismo.
Llegaron a ser tan amigos, que un día, el Increíble Incrédulo le confesó:
—Eres un buen amigo, el mejor amigo. No que hubiera hecho si no
hubieras aparecido.
Desde aquel día no volvió a ver a su amigo y no fue capaz de hacer
ningún amigo más.
Pero no acabaron ahí las calamidades del Increíble Incrédulo porque,
cuando parecía que se había restablecido un poco de aquellos tres golpes tan
fuertes, se encontró con un profeta que le dijo:
—Si crees en mí, serás feliz. Todos tus problemas los olvidarás para no
recordarlos nunca más. ¿Crees en mí?
—Sí, creo —le respondió muy animado y optimista.
Qué otra cosa podía desear si Elías (así se hacía llamar el profeta,
exactamente igual que el profeta bíblico) le prometía felicidad y olvido, que
eran las dos únicas cosas que más anhelaba en esos momentos.
—¡Sí, creo! —repitió en voz alta, dejándose llevar un poco por la
emoción.
—Entonces entrégame todas tus posesiones y sígueme.
—Bien, pero ¿quién es usted? —quiso saber antes de entregarle todo lo
que tenía. Porque el Increíble Incrédulo no sabía todavía quién era ese señor
de pelo blanco, barba pelirroja y túnica de color blanco cobrizo que le
llegaba hasta los tobillos.
—¡Yo soy Elías! —contestó como si estuviese ante una multitud—, y
repuso citando un texto bíblico:
«He aquí yo os envío al profeta Elías antes que venga el día
de Jehová grande y terrible».
(Malaquías 4: 5)
El Increíble incrédulo no lo pensó más y le entregó todo lo que tenía al
señor de barba pelirroja: un martillo de carpintero y un despertador.
—He aquí todas mis pertenencias, señor.
—¿Y dinero? ¿No tienes dinero? —exclamó casi de malhumor—.
Recuerda que el dinero es la raíz de todos los males, si dejas por ahí un
poco, volverás a por él y perderás tu felicidad y nunca podrás desprenderte
de él.
—¡No, no tengo nada de dinero! —le confesó casi temblando. Porque
Elías tenía una fuerte personalidad que imponía mucho respeto.
—Entonces, ven.
Le abrazó, le beso y le dijo:
—Ya eres mi discípulo, desde ahora serás feliz y olvidarás todos tus
problemas.
Y así fue durante bastante tiempo, pero cuando el Increíble Incrédulo
pensaba que tenía asegurada su felicidad y su olvido, fue al profeta y le
dijo:
—Maestro, ¿puedo decirte una cosa?
—Adelante —Le invitó Elías.
—¡Tú has sido mi salvación! Me has ayudado a creer en Dios y a
recuperar la fe y la esperanza en un mundo nuevo.
Desde aquel día, Elías dejó de llamarse profeta para proclamarse
salvador. Entonces salió a la calle y dijo a grandes voces:
Yo soy el camino, la verdad y la vida, soy el único Dios, el único
salvador. He aquí mi prueba.
Y, como si de repente se hubiese vuelto loco, cogió al increíble Incrédulo
con una mano por la solapa y lo mostró a la gente.
—Es mentira —le contradijo este—. Yo soy el culpable de que él se
autodefina Dios por haberle ensalzado más de lo debido con mis palabras,
pero él es únicamente un profeta, solo un profeta, aunque yo le haya
halagado con profundos sentimientos. Y también ahora dudo de que haya
sido alguna vez profeta.
Entonces el Salvador —que ya no había quien le quitase este nombre—
lanzó al joven entre la multitud, mientras le gritaba:
—¡Vuelve a tu vomito, incrédulo!, ¡retorna al mundo mísero y
corrompido del cual viniste!
Así fue como el Increíble Incrédulo —que, como ya he dicho antes, al
principio no era tan incrédulo, más bien era crédulo— dejó de creer en los
profetas y en el mismo Dios, por enviarlos. Y también recordó que no creía
en lo presidentes, ni en las mujeres, ni en los amigos, ni en la felicidad, ni
en el amor, ni en el recuerdo. Para esto último se basaba en un argumento
que él mismo formó en su mente. Éste era: si lo olvidas todo, no crees en
nada, y si no crees en nada, es porque lo has olvidado todo. No le dio más
vueltas y prefirió dejarlo así y olvidarse de todo. Así, de esta manera, sería
más fácil no creer en nada. En ese momento fue cuando llegó a la
conclusión extrema de su incredulidad, y, cuando cada vez que salía a la
calle y se encontraba con alguien, le decía:
—No creo que existes porque me olvido de ti, de manera que no existes.
Y se quedaba tan ancho.
T
CAPÍTULO 2
UNA CREENCIA PELIGROSA
anto llegó el Increíble Incrédulo a creer en su incredulidad que
pensaba que ahí se encontraba toda la verdad y que él era el único
que la conocía.
—Olvidar es la clave para no creer —decía—. Y no creyendo es como
llega uno a encontrarse a sí mismo, y, en realidad, encuentra que no es nada,
puesto que no cree en sí mismo.
Dándole vueltas a esto en solitario estuvo cerca de cuatro años. Después
pensó que no podía privarse al mundo de conocer esta gran verdad. Por eso
se hizo predicador de esta «gran doctrina» y se fue con la frase «no creo» en
los bolsillos a probar la conquista del mundo.
—La Humanidad debe conocer la verdad —decía.
Entonces el mundo se reducía a cuatro países: Fe, Duda, Esperanza y
Crédulo. De este último procedía el Increíble Incrédulo. Para hacer más
fácil su misión, optó por comenzar en Fe. El motivo por el que eligió
primero este país está muy claro, pues todos sabemos que la fe es ciega y
como ella todos los habitantes de ese país. Así uno de los principales
argumentos del Increíble Incrédulo, el del olvido, no sería necesario
predicarlo, porque como no veían, no tenían nada que recordar ni, por lo
tanto, olvidar.
El mayor obstáculo que encontró el Increíble Incrédulo al entrar en aquel
país fue un sacerdote, que nada más llegar le dijo:
—Sabemos quién eres y de dónde vienes. También sabemos a qué vienes
y no estamos dispuestos a aceptar tu filosofía.
—¿Cómo lo sabéis? —interrogó este sorprendido—. ¿Quién os lo ha
dicho?
—Nuestra fe —repuso el sacerdote.
—Oh, ya veo que vuestra fe es grande, pero ¿para qué os sirve, aparte de
para adivinar? ¿Sois acaso felices?
—La felicidad —contestó el sacerdote mirando al cielo y señalando con
los dos brazos a la tierra— es lo que nosotros esperamos. Ella es nuestra fe,
y nunca nadie ha podido ni podrá jamás, por mucho que la busque, sentirla
en su totalidad en esta Tierra —señaló hacia abajo—. Ella corresponde al
otro mundo, a aquel de allá arriba —ahora extendió los brazos hacia al cielo
—, al mundo que el Creador ha preparado para nosotros.
—¿Cómo podéis creer en otro mundo, si ni siquiera veis este?
—Eso para nosotros es fácil, porque no vemos ninguno de los dos. Lo
tuyo es más difícil, porque ves, cosa que te obliga, sin más narices, a creer
por lógica en este mundo.
La conversación se hacía cada vez más dura para el Increíble Incrédulo,
por lo que, agotados casi todos sus recursos, decidió relatarle la historia de
su vida. Le contó lo del diputado convertido en presidente, lo de Lucerita, lo
del amigo, lo del profeta… y concluyó con estas palabras:
—¿Qué me dices ahora de todo esto? ¿Piensas aún que se puede creer en
algo o en alguien? ¿No es mejor llegar a la propia anulación del ser y no
preocuparnos de la existencia? Porque está comprobado por mis
experiencias que todo en lo que creas te defraudará. Incluso tú mismo.
—¡No todos tienen la misma suerte que tú! Mañana buscaré y te traeré un
montón de personas que hayan salido bien parados de experiencias como
las tuyas. Si no lo consigo, creeré en ti.
Al día siguiente estuvo buscando hasta en los lugares más recónditos del
país, pero no pudo encontrar a nadie. De manera que, al encontrarse con él,
le confesó:
—Tu argumento es razonable. ¡Creo en tu no creer!
Al otro día, medio país gritaba:
—¡Manifestamos que no creemos en nada!
El sacerdote los había convencido, y este era un hombre muy, muy
importante dentro del país Fe.
Dos días después fue convencido el Gobierno. Y ya se sabe que un
Gobierno ejerce casi todo el poder sobre un país. Así que se hizo una ley
que decía así:
Estamos absolutamente convencidos de que creer es una tontería. Por lo
tanto, este país, a partir de hoy, afirma no creer en nada. Y cambia su
nombre de Fe por el de Incrédulo.
Al momento, todos dijeron que no creían en nada. Así fue como el
Increíble Incrédulo convenció totalmente a su primer país.
Como los habitantes de Fe estaban tan agradecidos con su visitante,
quisieron darle un puesto de honor en el Gobierno.
—Nosotros los habitantes de este país —comenzó a hablar el presidente
estamos muy agradecidos de que hayas elegido nuestro Estado el
primero para enseñarnos la auténtica verdad. Y, como muestra de nuestro
agradecimiento, te ofrecemos quedarte en él para siempre participando de
un puesto de honor en nuestro Gobierno.
—Señoras y señores del Gobierno —contestó el Increíble Incrédulo
emocionado—: en estos momentos de no creer inmenso, me siento el más
incrédulo de los hombres. Por esta razón, no puedo sentarme tranquilamente
a no creer, pensando que he cumplido mi cometido. Hay otras tierras, ¿no
os parece?, que también viven como antes nosotros, en la ceguera absoluta
del creer y, sin lugar a ninguna duda, viven en tinieblas. Es menester que
vaya y les convenza de su error, es necesario que les lleve nuestro mensaje,
es un deber ir a visitarles para que aprendan a olvidar y a no creer en nada
para que comprendan la verdad.
—Cierto —dijo el presidente—. Es menester. Debes ir y convencer al
resto del mundo de su error. Ve, muchacho, y si necesitas incrédulos para
convertirlos a la incredulidad, no dudes en llamarnos y comunicárnoslo. Te
mandaremos cientos de ellos en un abrir y cerrar de ojos. Ve, muchacho,
cumple tu misión.
Así lo hizo, y mientras cruzaba la frontera que quedaba bastante cerca del
lugar, con la mano izquierda en alto decía:
—Adiós, señores; adiós, señoras, adiós a todos, es una pena que esta
jornada no pueda ser inolvidable.
Se volvió y echó a andar rápidamente para que no vieran una lágrima que
le resbalaba por la mejilla.
A
CAPÍTULO 3
EXTRAÑAS APARICIONES
conteció que entrando el Increíble Incrédulo en su segundo país,
Duda, tropezó con un hombre extraño de andrajosa indumentaria,
pelo y barba de color chocolate, ojos penetrantes y brillantes como
el Sol y un solo brazo.
—¿Adónde vas? —Preguntó este nada más ver al Increíble Incrédulo. Yo
te conozco y sé que traes el mensaje de Arimán.
—Yo no traigo el mensaje de Arimán —respondió con la furia de siete
leones—. Ni tengo el gusto de conocer a nadie con ese nombre. Vengo a
proclamar mi verdad, que es la única cierta y a convencer a las gentes de
este país del error que han cultivado durante siglos.
—Yo que ellos están en error, pero les traes el error postrero, el
mayor de todos. Después de él ya no vendrán más errores. Sí, porque el ser
se quedará anulado y con él desaparecerá todo vestigio de vida y amor en la
Tierra. No creer en nada es el mayor error que puede cometer un ser
humano, pues entonces nada existirá, nada será posible, tarde o temprano
todo desaparecerá y el paisaje que quedará, si acaso queda alguno, será
árido y frío. Y eso es lo que conseguirán, al final, los que crean en tu
filosofía.
—¿Eres acaso profeta? —preguntó el Increíble Incrédulo.
—No.
—¿Diputado?
—No.
—¿Sacerdote?
—No, soy un ser humano al que le han sido abiertos los libros del futuro
y al que muy pronto se le dará la llave de la verdad.
—Ya, profeta —acentuó convencido.
—¡He dicho que no! —gritó—. De momento —bajó la voz— solo soy
una persona normal como y corno todos. Y, aunque estoy condenado a
saber la verdad, sin tener la llave, no puedo proclamarla,
—¿Por qué? —Interrogó el Increíble Incrédulo.
—Porque en el momento en que alguien creyese en me convertiría en
Dios y dejaría de contar al mundo la verdad pura para proclamar mi verdad
falsa.
—Pero a mí puedes contármela con la total seguridad de que no te creeré,
claro.
—Tampoco me interesa eso, sino que la gente crea, pero no en mí, en la
verdad.
—¿Y cuál es la verdad? ¿Acaso hay otra verdad fuera de la mía? —Se
enfureció el Increíble Incrédulo.
—Sí, pero convencerás al mundo, y todos creerán el espejismo de la
gran mentira del no creer, creyendo que es la gran verdad. Pero está escrito
que, al final, esta vencerá y, con ella, se podrá conquistar el verdadero
mundo, el mundo interior de la felicidad eterna, el cual conocerán los que
estén preparados y no hayan rechazado la llave.
Dijo esto y se fue gritando:
—Ya está todo preparado, nadie lo puede detener. ¡Nadie! ¡Llega la hora
de la verdad! ¡Solo escaparán a esta gran mentira los que sean capaces de
escuchar su corazón!
El Increíble Incrédulo siguió su camino y, de repente, apareció enfrente
de él un niño. Tenía este un aspecto celestial tan poderoso, que paralizó por
un momento al Increíble Incrédulo
—¿Quién eres? —Preguntó aturdido.
—Soy pastor.
—¿De dónde?
—Soy pastor de un planeta muy lejano, pero también lo soy de aquí. Y
cuando los hombres no crean en nada, tú vendrás a mí.
Terminó de decir estas palabras y desapareció como un espejismo de la
forma que había aparecido.
Pensando en los dos personajes que acababa de encontrar continuo la
marcha, y cuando se dio cuenta de que no los había olvidado se dio un
fuerte golpe en la frente y en el acto los olvidó, «Qué extraño —pensó—,
nunca antes tuve que darme un golpe para olvidar».
Como en el anterior país tuvo tanta suerte con el sacerdote, también en
este decidió buscar un sacerdote importante. Y después de no pocas
búsquedas y averiguaciones, por fin, al cabo de cuatro días, lo encontró.
—Creo que me conocerás —le dijo—. Soy el portador de la única
verdad.
—Sí, te conozco, quién no conoce a un hombre que no duda no creer en
nada. Pero has encaminado mal tus pasos: aquí dudamos y nos es muy
difícil no creer en nada, porque siempre estaríamos dudando de esa
incredulidad.
—El olvido, el olvido —se apresuró a decir el increíble Incrédulo—. Si
os olvidáis de vuestra duda, ya no tendréis que dudar nunca más.
Sí, pero nosotros estamos muy bien dudando, No es que seamos felices,
pero nos sentimos bien.
—Os sentiréis mejor si no dudáis.
—¿Puede un hombre, quizá, sentirse bien no creyendo en nada?
—Sí, porque lo olvida todo y, al olvidarlo todo, se olvida de mismo, y
de repente desaparecen todas sus preocupaciones, porque la mayor
preocupación es uno mismo.
—Sí, pero te tienes que preocupar de olvidar.
—Ya, pero solo de esto. Te juro que únicamente es esto, y es bastante
fácil. Mucho más fácil que creer o dudar.
—Probaré.
Así lo hizo, y súbitamente, como si hubiese pasado un huracán que
arrancase de golpe todos los árboles que han acompañado durante siglos a
un pueblo, desaparecieron todas sus dudas. Al día siguiente, medio país no
creía en nada. Pasados dos días, fue convencido el Gobierno y sucedió lo
que en el anterior país que se publicó un edicto que decía así:
«Nosotros, los que siempre hemos dudado, proclamamos que ya no lo
hacemos, y, en cambio, afirmamos no creer en nada, reconociendo, en todos
los sentidos, que esta es la autentica y única verdad. Desde hoy este país ya
no se llamará más Duda, sino Incrédulo II».
Después de esto, el presidente, dirigiéndose al Increíble Incrédulo, dijo:
—Quédate con nosotros, te lo ruego en nombre del pueblo.
—No puedo, señor —contestó este—, aún me queda mucho trabajo, dos
países: Esperanza y Crédulo.
—Ah, comprendo. Sí, debes ir. Es preciso que vayas. Y si necesitas
Incrédulos para poder convertirlos a la incredulidad, no dudes en recurrir a
nosotros y te mandaremos cientos en un abrir y cerrar de ojos. Pero ahora,
vete, cumple tu misión.
Así lo hizo, mientras le resbalaba una lágrima por cada mejilla.
L
CAPÍTULO 4
LA MANSIÓN DE ARIDÁN
legó a su tercer país, Esperanza, y preguntó por un importante
sacerdote. No era para menos, pues la suerte que tenia con este tipo
de personas era muy evidente.
—Aquí no hay sacerdotes —contestó un señor vestido de verde hasta los
tobillos—. Murieron todos en la epidemia de la desesperanza.
—Entonces muéstrame a alguien importante para poder hablar con él.
—Sigue este camino —señaló un camino ancho y adornado de grandes
álamos a los lados- y al final encontrarás una mansión. Allí vive Aridán,
que es el hombre más importante, después del Gobierno, que habita este
país.
Se adentró en él, siguiendo las palabras que el hombre de verde le había
dicho, y cuando iba hacia la mitad surgió de entre los árboles el hombre de
andrajosa indumentaria, pelo y barba de color chocolate, ojos penetrantes y
brillantes como el sol y un solo brazo; se le puso en medio y grito:
—¡Por Dios, te lo ruego, no visites a ese hombre!
—¿Por qué? ¿Qué me lo impide?
—Nos será más fácil reconquistar lo que ya está perdido por hacerle
caso. ¿Nunca te he contado como perdí el brazo?
—No, y veo claramente que es el diestro el que te falta. ¿Cómo fue?
—Hace algún tiempo, cuando yo era un hombre completo. Esto fue hace
mucho tiempo. Siglos y siglos, diría yo. Cuando la Humanidad creía en la
verdad sin necesidad de creer en el portador. Es decir, cuando creían en el
mensaje sin necesidad de halagar al que lo mostraba. Entonces yo era un
portador de ese mensaje y el mundo quedó convencido. Fue un tiempo, en
verdad, hermoso: el mundo entero llegó a conocer, a creer y a disfrutar de la
verdad. La gente era entonces feliz. Después apareció el señor Aridán,
como venido del infierno más brutal, e introdujo la idea de que para creer
en el mensaje había que creer también en quien lo portaba y asimismo el
portador era, por supuesto, Dios. Muchas mentes comenzaron a trastornarse
con aquel incierto mensaje y pronto el mundo quedó dividido en dos: los
que creían solo en el mensaje, entre los cuales me encontraba yo, y los que
creían en mensaje y portador, cuyo máximo líder era Aridán, Se iniciaron
entonces sangrientas batallas. En una de ellas fui apresado y condenado a
ser decapitado o a perder en el peor de los martirios mi brazo derecho. Esta
última pena llevaba también otra denominada «condena paranoica». Esto
consistía en una cruel operación de las mientes para desviarlas hacia
delirios de grandeza en el momento en que alguien creyese en ti.
Tardaron quince días en cortarme el brazo, pues cortaban un trozo cada
día para que el martirio alcanzase puntos culminantes de dolor. Después me
aplicaron la condena paranoica y me dejaron en libertad. Los pocos que
quedábamos seguimos luchando hasta que llegamos a ser tan reducidos que
solamente yo no quise creer en mensaje y portador. Todos los demás se
convirtieron. Así, Aridán condenó al mundo. Incluso yo, que guardo
celosamente la verdad, estoy condenado a creerme Dios en el momento en
que alguien crea en mí. Pero estoy esperando que las poderosas fuerzas
divinas me liberen de la condena paranoica. Entonces comenzaré el
contraataque, que será muy distinto del de aquellos años. Ahora, Aridán ha
prometido una esperanza y se está cumpliendo y ha de cumplirse en su
totalidad si no vuelves atrás ahora mismo.
—¿Cuál? ¿Qué esperanza? —Interrumpió el Increíble Incrédulo.
—El paraíso Incrédulo en la Tierra.
—Yo les convenceré para que no crean en esa esperanza.
—Pero, ¡es que no entiendes! Eres el que hace realidad esa esperanza,
porque una vez que el mundo no crea en nada, creerá haber encontrado la
verdad y, por tanto, creerá vivir en el paraíso y de igual manera alabarán a
Aridán como a Dios y a ti como su mensajero.
—Y que tiene eso de malo, contando con que yo creo que mi verdad es la
única real.
—Solo te diré una cosa: todos conocen, tarde o temprano cuál es la
verdad auténtica y cuando les llama, saben que ella es. Pueden aceptarla o
pueden rehusarla y, como te dije en otra ocasión, después de vuestro paraíso
la auténtica verdad caerá por misma como un fuego abrasador y
purificador. Pero solo quienes hayan purificado su corazón la recibirán sin
daño. Los demás, no pudiendo resistirla, seguirán con su error hasta que,
finalmente, acaben destruyéndose a sí mismos.
—No te creo —fue toda la respuesta del Increíble Incrédulo—. Aparta,
debo seguir mi camino.
Y, apartándolo con un brazo, continuó.
Al final del camino estaba la mansión. Era tan grande y tenía tantas
puertas que el increíble Incrédulo estaba confundido. No sabía a cuál de
ellas llamar. Al fin, se decidió por una que parecía ser más grande que las
demás. Un hombre de nariz larguirucha, pómulos alargados y ojos saltones
le abrió.
—¿Quién eres? —le interrogo.
—Soy el más incrédulo de los hombres y busco a Aridán. ¿Vive aquí?
—Déjalo pasar —Dijo una voz tenebrosa que daba la impresión de hacer
eco—. Es la esperanza.
Pasó despacio y mirando a todos lados, como si buscase, como si desease
ver al que había emitido aquella voz.
—Espere aquí un momento —dijo el hombre que había abierto la puerta
—. No tardara.
Esperó, y al cabo de unos minutos apareció por una de las seis puertas de
aquel inmenso corredor un hombre de unos dos metros de alto, vestido con
una túnica negra hasta los tobillos; barba negra, pelo negro y ojos
misteriosos como de gato, y dijo con voz como de torrente.
—¿Por qué has tardado tanto?
—Un hombre me entretuvo en el camino —contestó el Increíble
Incrédulo, con cierto aire de miedo y seguridad.
—¿Creíste en él?
—Jamás, soy el más incrédulo de todos
—Hiciste bien. Ese hombre es nuestro peor enemigo. Mientras él viva
jamás se realizará por completo la esperanza.
—¿Por qué? —quiso saber el Increíble Incrédulo.
—Porque cuando todos los hombres sean incrédulos y estén
completamente convencidos de su incredulidad, él no lo será y predicará
una mentira con grandes señales que podría confundir a muchos sobre cuál
es la autentica verdad.
—Pero él me ha dicho que aunque conoce la verdad, es decir, para
nosotros la mentira, está condenado a no poder proclamarla.
—Sí, pero habrá un tiempo en que pueda, y ese tiempo está al llegar.
Será cuando se consume el Paraíso Incrédulo. No puede, no puede, no debe
llegar vivo a la consumación —exclamó muy enfadado dando golpes contra
la pared.
—Pero, señor —quiso aplacarle el Increíble Incrédulo—, eso supondría
manchar de sangre nuestro sagrado ideal.
—Y crees que no lo mancharíamos si dejáramos vivo a ese hombre. Seria
la perdición. El paraíso estaría condenado a morir y con él la incredulidad y
pronto tendríamos otro mundo dividido e infeliz.
—Es cierto, ¿mandarán a alguien para matarlo? —Preguntó casi llorando,
pues siempre se había proclamado pacifista y enemigo de violencias.
—Tú lo harás.
—Pero, ¡señor...!
—No se hable más. Lo he pensado durante mucho tiempo. eres el
único que puede hacer esta gran obra final que nos proporcionará el triunfo
definitivo. Cuando sale un tumor que amenaza la vida hay que extirparlo y.
en este caso desagradable, tú eres el cirujano.
—De acuerdo, haré lo que dices -dijo tragando saliva.
—Muy bien, muchacho —le animó satisfecho Aridán—. Veo que eres
inteligente. Ahora vete, no hay tiempo que perder, vete a Crédulo y termina
allí con tu sagrado deber.
—Pero, ¿y qué será de Esperanza? ¿Quién terminará de convencerlos?
—¿Acaso no soy yo un hombre importante en este país? —dijo
convencido de que no debía caber ninguna duda.
—Desde luego que lo eres, pero, ¿no necesitarás mi ayuda?
—No, no me será difícil. Este país siempre me ha obedecido en todo. Me
debe incluso el nombre —concluyó riéndose.
—Entonces debo irme cuanto antes; Crédulo me espera y detrás el sueño
que esperamos. Adiós, Aridán.
—Adiós, buen viaje.
—¡Adiós! —volvió a decir mientras cruzaba la puerta de salida. Después
echó a correr por el camino que había venido y se perdió entre una espesa
niebla que rodeaba ahora la mansión de aquel hombre tan sombrío e
importante.
S
CAPÍTULO 5
LOS ÉXITOS DEL INCREÍBLE INCRÉDULO
ucedió que cuando el Increíble Incrédulo se disponía a salir de
Esperanza se le apareció delante el niño de aspecto celestial que
había tropezado en Duda y le dijo:
—Increíble Incrédulo, has llegado al colmo con tu incredulidad e intentas
asesinar a la pura verdad.
Dicho esto, desapareció.
—¿Pero, quién eres? —gritaba y gritaba este—. Debo olvidar, debo
olvidar —dijo después.
Se dio un golpe en la frente y, viendo que aún no lo había olvidado,
volvió a darse otro más fuerte y, olvidándose de él, no creyó más.
Atravesó Duda, ahora Incrédulo II, y la gente de este país salía a su
encuentro allí por donde pasaba y le ovacionaba y mostraba un gran eslogan
que decía:
Aunque no creemos en él;
sin embargo, es la verdad.
Gloria al Increíble Incrédulo
por la incredulidad.
Después de bastantes dificultades, logró salir por fin de aquel país y entró
en Fe. Ahora Incrédulo I, y la gente de allí también se echaba a la calle y le
aplaudía y le halagaba como a un dios, y en otro grandísimo eslogan se
expresaba de esta manera:
Nosotros éramos ciegos
y ahora podemos ver
porque el Increíble Incrédulo
nos enseño a no creer.
Por fin, atravesó aquella muralla que parecía impenetrable, porque resulta
que aquellas personas no le dejaban salir y le agarraban y le daban voces
diciendo:
—¡Quédate con nosotros! ¡Quédate en nuestro país! ¡Haremos todo lo
que esté en nuestra mano para hacerte feliz!
Cansado y fatigado por tan largo viaje, el Increíble Incrédulo se
encontraba ahora sentado en un gran peñasco que había en la frontera de
Crédulo, su país de origen. Y pensaba en la táctica que emplearla aquí para
convencerlos: «nadie es profeta en su tierra; aquí no hay sacerdotes, pero
habrá hombres importantes, y si no, el Gobierno». Dio un gran suspiro
cuando cayó en la cuenta de que tenía a medio mundo de incrédulos a su
disposición, en caso de que algo fallase. Al cabo de un largo rato, entró muy
decidido. Ya sabía lo que haría: en primer lugar, visitaría al Gobierno y en
caso de que este fallase, daría un telefonazo a Incrédulo I o Incrédulo II
solicitando ayuda. Pero cuando traspasó la barrera fronteriza, recibió una
gran sorpresa: miles y miles de personas esperaban su llegada. Al verlos,
quedó completamente paralizado y atónito. La inmensa cantidad de
personas estallaron de repente en cánticos que halagaban en extremo al
Increíble Incrédulo. Uno de ellos, el presidente del país, que ya no era aquel
que rechazara al hombre que le dio su voto, se acercó hacia él y, ante el
silencio y la expectación de todos, le colocó en el cuello una medalla que
tenia grabada esta inscripción:
MÉRITO A LA INCREÍBLE INCREDULIDAD
Después, rogó silencio a todos los allí presentes y pronunció este discurso
de bienvenida:
—Ante todo debemos agradecer a un hijo de Crédulo su increíble labor
por convencer al mundo de la pura verdad y sin mancha. ¡Gracias! —miró
al muchacho y repitieron todos al unísono:
—¡Gracias!
—Hemos de decir —prosiguió— que éramos un país errante, creyendo
en vanidades ilusorias, en profetas, en diputados, en mujeres, en hombres,
en amistades, y en todas las demás tonterías, que por avergonzarme de ellas,
dejo de enumerar. Sin embargo, un día alguien cayó en la cuenta de nuestro
error y conoció la verdad. Este hombre, con autentico valor, decidió
comunicársela al mundo. Y hoy, gracias a él —Señaló al Increíble Incrédulo
—, nosotros hemos sido salvados por haberla conocido. Bien es cierto que
no hemos necesitado de sus predicaciones para convencernos de que esta es
la verdad. Pero qué mayor seguridad que la que nos da la medida que han
adoptado todos los países del mundo. En efecto, hemos de comunicarte, que
nuestro país ya no se llamará más Crédulo, sino Incrédulo IV, y que sus
ciudadanos ya no serán más crédulos, sino incrédulos. ¡Viva la incredulidad
y el Increíble Incrédulo! Y, a continuación, repitieron los demás:
—¡Viva!
—Hay una cosa que me gustaría aclarar —inquirió hábilmente el
muchacho.
—Adelante —invitó el presidente.
Usted ha dicho antes que este país se llama Incrédulo IV. ¿Acaso
Esperanza es ya totalmente incrédulo?
—En efecto, y Aridán su presidente, hasta la abolición de este sistema tan
anticuado de Gobierno.
Al oír esto, el Increíble Incrédulo lloró y no pudo evitar un par de
lágrimas, que le resbalaron por cada mejilla.
—Oh, perdóneme —dijo al presidente, que le observaba—. Es una
emoción tan fuerte que no puedo evitarlo.
—Lo comprendemos, no es necesario que te excuses.
A
CAPÍTULO 6
LA CONQUISTA DEL PARAÍSO INCRÉDULO
estaban las cosas en el mundo y así fue como el Increíble
Incrédulo conquistó el mundo para la incredulidad, pero dentro de
su mente existían dos cosas que no la dejaban clara para olvidar: el
niño de aspecto celestial y el hombre de andrajosa indumentaria, pelo y
barba de color chocolate, ojos penetrantes y brillantes como el Sol y un solo
brazo. ¿Quiénes eran estos dos?, ¿por qué le herían tanto sus palabras? y
¿por qué no podía olvidarlos de una manera tan natural como a todos los
demás? Sin embargo, de una cosa estaba seguro: había que destruirlos,
sobre todo a Barba de Chocolate. Era un peligro evidente para una sociedad
incrédula. Al niño no era menester destruirlo, ya que este afirmaba proceder
de otro planeta. Pero, ¿conocería Aridán a este extraño personaje? Y si le
conocía, ¿por qué no le había hablado de él? Todos estos pensamientos
bullían, como serpientes, en la mente incrédula del Increíble Incrédulo.
Llegó el día de la persecución y el Increíble Incrédulo salió en busca de
Barba de Chocolate. Escaló montañas, atravesó valles, cruzó ríos, se
adentró en grandes y pequeñas ciudades y, convenciéndose de que era
imposible dar con él, decidió ir a consultar a la gran mansión de Aridán.
—He recorrido y buscado hasta en el rincón más pequeño del planeta
le dijo— y me ha sido imposible dar con el paradero de nuestro hombre.
—Es posible que haya muerto —exclamó convencido Aridán con un
gesto alegre—. Sí, es posible —repitió—. Proclamaremos el Paraíso
Incrédulo y después enviaré a miles de incrédulos en su busca.
—Muy bien, pero hay algo que quisiera saber, excelentísimo Aridán.
Además de Barba de Chocolate, existe también un niño extraño que dice
pertenecer a un planeta diferente del nuestro. ¿Conoces a este niño?
—¡No, no, no, mil veces no! —gritó enfurecido, como si le acabasen de
clavar una daga—. Ese niño no existe, lo ha creado Barba de Chocolate
para convencerte de su mentira. Te dije que haría señales con sus falsos
trucos. He aquí una de ellas. Debo decirte que has tenido un fallo de
incredulidad. Al creer, has visto a un niño que no existe.
—Gracias, Aridán, ahora sé a qué atenerme. No volverá a ocurrir.
Aridán y el Increíble Incrédulo dejaron conocer al nuevo mundo el
propósito de hacer un solo país convocando elecciones generales, porque
aunque el mundo que acababa de nacer no creyese en nada, no obstante, era
obvio que alguien tenía que llevar las riendas de este nuevo sistema.
Todos los presidentes del mundo aceptaron y eligieron a Aridán como su
único presidente y al Increíble Incrédulo como su mensajero. Después de
esto, fue bautizado con un nuevo nombre: Paraíso Incrédulo. Entonces se
mandaron a millones y millones de incrédulos a la caza de un solo objetivo:
el hombre de barba de chocolate. Y tenían asignado un solo deber: muerte.
El que tenga el privilegio de encontrarlo y matarlo —anuncio el presidente
será condecorado con la medalla del mérito a la incredulidad y recibirá
un puesto de honor en mi Gobierno.
Meses y meses duró la dura peregrinación en busca de aquel misterioso
ser, y día a día llegaban a sus casas, cada vez más decepcionados y con
menos ánimos de proseguir la búsqueda, miles y miles de incrédulos.
—Es imposible —decían unos—, ese ser no existe. No puede existir.
—Habrá muerto —decían otros—, nadie puede esconderse de una
búsqueda tan minuciosa y exhaustiva.
Pero lo que no sabían es que era su misma incredulidad lo que les
impedía verlo, pues solo con que hubiesen creído un poquito, lo habrían
visto.
Tiempo después, la mayoría de ellos volvieron y convencieron a Aridán
para que abandonara la búsqueda. Pues estaba bien claro que ese hombre no
existía más. Entonces Aridán redactó al Increíble Incrédulo una circular en
la que decía que todos los Incrédulos que se encontrasen aún en la búsqueda
de Barba de Chocolate volvieran a sus casas, este mandó una copia a la
radio, otra a la prensa y otra a la televisión. Después de esto, Aridán ordenó
que se celebrara un funeral ficticio, y se hizo una gran fiesta en honor de
aquella muerte que no se habla producido.
—¿Han vuelto ya todos los incrédulos que se hallaban en la búsqueda a
sus respectivos hogares? —preguntó después al Increíble Incrédulo.
—No, señor, tengo noticias de que hay unos pocos que no lo han hecho.
—Bien, creo que no debemos preocuparnos, seguirán buscando
voluntariamente a Barba de Chocolate, o quizás hayan muerto.
—Imagino que sí —dijo el Increíble Incrédulo.
Los ciudadanos del Paraíso Incrédulo estaban tan convencidos de haber
encontrado la verdad y de que ya nadie podía molestarlos que proclamaron
que Aridán era Dios y el Increíble Incrédulo su profeta. Tanto llegaron a
lisonjear a estos dos personajes que incluso los halagados, que no creían en
ellos mismos, se convencieron de que era así como deberían ser llamados
por respeto a la sagrada verdad que habían enseñado al mundo.
En el Paraíso Incrédulo se había permitido ahora un mínimo de
credulidad. «Pero solo la necesaria como para que no se permita el acceso
de otro Dios con una verdad falsa» —había dicho Aridán—. Por lo tanto,
todos los incrédulos del mundo deberían reconocer a Aridán como único
Dios y al Increíble Incrédulo como su único profeta y mensajero. Con estas
dos únicas creencias quedó constituido el Paraíso Incrédulo.
Como el Increíble Incrédulo llegó a ser un mensajero tan importante
pues, como sabéis, era el único—, viajaba por el mundo y pronunciaba
largos discursos de incredulidad. Y, en cierta ocasión, llegó a decir:
—Y cuando yo haya muerto, no vayáis a seguir creyendo en como
estúpidos. Ahora no tenéis mas remedio, pero encontrareis un medio en el
futuro que seguramente anulará toda creencia, por pequeña que sea y no
tendréis necesidad de Dios (Aridán) ni de ningún mensajero para ser felices
y sobrevivir.
Los habitantes del planeta se iban convenciendo cada día más de que
todo era perfecto y daban gracias a Aridán y al Increíble Incrédulo por
haberles predicado la verdad.
Pero aconteció que un día, en uno de los viajes del Increíble Incrédulo,
ocurrió algo fatal: mientras cruzaba el Bosque de la Incredibilidad tropezó
con el ya olvidado y desaparecido señor de andrajosa indumentaria, pelo y
barba de color chocolate, ojos penetrantes y brillantes, como el Sol y un
solo brazo. Quedó un momento sorprendido al ver que había cambiado de
indumentaria, y en lugar de aquellos trapos de antes, ahora vestía con una
túnica blanca y limpia, como la leche.
—¿De dónde sales —se adelantó a decirle después—, bestia sarnosa?
¿Has venido a introducir tu corrupción en nuestro Paraíso?
—Vuestro Paraíso siempre ha estado corrupto —contestó.
—He venido para traeros la vida y la verdad. Y ahora no me pararán
ejércitos, ni halagos, ni Aridán, ni tú, Increíble Incrédulo. Ahora ha llegado
el tiempo.
De repente, el Increíble Incrédulo sacó una pistola que llevaba siempre
consigo desde que inició la caza de este extraño hombre y disparó tres
veces, mientras gritaba:
—¡Muere, hereje! ¡Muere! ¡Muere…!
Su sorpresa fue mayúscula cuando miró y contempló atónito que Barba
de Chocolate seguía ahí, más enhiesto que nunca con una sonrisa que
helaba la sangre.
—No, no has muer..., muer... to —acertó a decir tartamudeando.
Y Barba de Chocolate contestó:
—Los que tienen la verdad en su interior y viven de acuerdo con ella no
pueden morir jamás.
Y se volvió y comenzó a caminar lentamente, ante los ojos maravillados
del Increíble Incrédulo, perdiéndose poco a poco entre los arboles del
bosque. Aturdido y temeroso por lo que acababa de ver y oír, el Increíble
Incrédulo, echó a correr desesperadamente por el bosque sin darse cuenta de
qué dirección había tomado. De súbito, se le apareció delante el niño de
aspecto celestial y, sobresaltado y excitado por el susto que le produjo la
aparición, cayó al suelo como muerto.
—¿Temes a la verdad? —fueron las palabras del niño.
La voz era tan diferente de todas y cuantas había escuchado el muchacho
que, al momento, se despertó.
—¿Vas a matarme? —dijo este, lleno de miedo, al despertar.
La verdad no desea matar ni puede morir. La verdad permanece para
siempre. Solo la mentira lo desea, porque sabe que pronto ella misma
también sucumbirá, pues creer es fundamental para que el mundo exista.
—¿Acaso esa verdad es el hombre que he intentado matar?
—Antes no lo era. Antes solo la conocía. Y cuando vosotros le buscabais
para matarle, yo le rapté y le llevé a mi mundo. Ahora está inmunizado.
—Pero ¿lo es ahora? ¿Y tú?, ¿qué eres tú?
—Nadie en es la verdad y todos pueden serla. La verdad solo se deja
ver por quienes la buscan y encuentran la única llave que da acceso a ella,
—¿Y cuál es esa llave?
—El amor —contestó el niño.
De repente, el Increíble Incrédulo se sacudió la cabeza como si quisiera
deshacerse de aquel espejismo y, usando la antigua frase que tanto éxito le
había proporcionado en sus comienzos, dijo:
—Tú no existes porque me olvido de ti, de manera que no existes.
Y, al instante, el niño desapareció de sus ojos.
Respiró profundamente por el éxito obtenido y se fue tranquilamente.
A
CAPÍTULO 7
EL ENCUENTRO DE LA LLAVE MISTERIOSA
ngustiado y temeroso por aquellos acontecimientos tan insólitos,
decidió no contar nada a Aridán para no disgustarle. Pero una
noche este percibió su angustia y su intranquilidad y le dijo:
—Últimamente te veo preocupado ¿Qué te ocurre? ¿Hay algo en tu
mente incrédula que te impida no creer?
—Oh, no, no, señor —se apresuró a responder—. Es solo que estoy un
poco cansado de todos estos viajes. Sí, eso es, estoy cansado y quizá
necesite un descanso.
Pero en su interior sabía que sí, que algo más fuerte que la fuerza de su
olvido le impedía olvidar a los dos personajes que encontró en el bosque.
Sabía que su incredulidad fallaba por algún lado.
—Te tomarás unas vacaciones —dijo en tono gratificador Aridán—. Es
cierto, no me había dado cuenta de que tu grandísima labor debe haberte
fatigado bastante. No se hable más. Después de todo, el Paraíso Incrédulo
está bien asegurado. Mañana saldrás a descansar a las islas Incrédulas.
El Increíble Incrédulo no hizo nada para contradecir a su interlocutor y, al
día siguiente, estaba en su lugar de destino. Durante el mes de vacaciones
que estuvo allí, mucho tiempo lo empleo pensando. Pensó en los encuentros
con el niño y Barba de Chocolate, en las palabras que éstos le habían dicho
y en la llave, en esa extraña llave que el niño le había dicho que era
necesario encontrar para tener acceso a la verdad. Pero... ¿por qué? ¿Acaso
había empezado a dudar de su verdad? A la vuelta preparó sus cosas y se
fue a pronunciar sus discursos de incredulidad. Eso es lo que le dijo a
Aridán, pero en realidad, iba a buscar al niño que, hacia ahora cuarenta días,
había dejado plantado en el bosque Incredibilidad, pues lo cierto es que
había despertado en su interior la fuerza del amor puro, esa energía
desconocida que era capaz de destruir incluso las creencias más profundas y
arraigadas.
Llegó al lugar de la aparición y a grandes voces comenzó a llamarlo.
Como no sabía su nombre, le llamaba de esta manera:
—Niño celestial, niño verdadero, aparece ante mí que te requiero.
Pero el niño no aparecía. Continuó así hasta la noche, pero el pequeño
seguía sin dejarse ver. Al fin, decidió que pasaría la noche en el bosque y al
día siguiente volvería a llamarlo. Así lo hizo, pero tampoco ese día tuvo
suerte. Volvió a hacer noche en el bosque y a la mañana siguiente lo llamó,
pero esta vez se propuso llamarlo de diferente manera que los días
anteriores y lo llamó así:
—¡Niño celestial, niño verdadero, traigo conmigo la llave, ven, te lo
ruego!
De repente, el niño apareció y le dijo:
—Faltó poco para no venir, pues es necesario que aprendas que las
oportunidades pueden presentarse una vez y no volver más, aunque haya
excepciones.
—He venido a decirte que eres la verdad —se limitó a decir el
Increíble Incrédulo.
—¿Por qué has llegado a esa conclusión?
—Porque no puedo olvidarte.
Hubo un momento de silencio y después continuó:
—Y porque me hiciste ver que nada es como yo me imaginaba si se
encuentra la llave. Porque ella hace que todo sea distinto, que todo cambie
de color y entonces se puede creer, se puede creer en todo y se puede
disfrutar de todo, porque nada es como lo vemos o nos imaginamos sin la
llave. Todo adquiere de repente otro rumbo, otro sentido y sufre una
transformación tan diferente como la noche y el día.
Así fue cómo el Increíble Incrédulo dejo de creer en su incredulidad.
Después de decir estas palabras, apareció Barba de Chocolate y
besándole le dijo:
—Ya eres verdad, prepara tu camino junto a nosotros, debes recomenzar.
Tras este acontecimiento, comenzaron a salir de entre los árboles
montones de hombres, mujeres y niños. Muchos de ellos fueron
reconocidos por el Increíble Incrédulo como los que un día salieron en la
búsqueda de Barba de Chocolate y no volvieron jamás.
—¿Quiénes son estos —preguntó al niño.
—Estos son los que buscaron la llave y la encontraron —le respondió.
—¿Y ahora? ¿Qué sucederá ahora?
—Ahora solo sucederá lo que tiene que suceder, que todo el que busque
la llave, la encontrará. Y el que la tenga, encontrará la verdad. Nosotros
solamente podemos ayudarlos a encontrarla, pero la llave se encuentra en
sus corazones, como bien has aprendido, y únicamente ellos pueden
hallarla. Pero el primer paso es creer en ella. Sin este requisito previo,
nunca existirá, porque las cosas existen porque creemos en ellas, y al
verdadero paraíso solo se puede entrar siendo verdad, es decir, con la única
llave que abre sus puertas: el Amor.
Continuemos, tenemos mucho camino.
Iniciaron la marcha, y el Increíble Incrédulo se puso a llorar como un
niño.
—¿Por qué lloras? —le preguntó Barba de Chocolate.
—No sé —contestó—. Quizá porque ahora creo en mi llanto como nunca
he creído, y lo siento como nunca lo he sentido. Pero lloro de alegría por
haber encontrado la llave, pues mi ceguera había llegado a un extremo
increíble.
Y así el Increíble Incrédulo ya no volvió a llamarse así, fue bautizado con
un nuevo nombre que solo conocerían todos los que iban en aquel grupo de
gente transformada.
FIN
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