—Os sentiréis mejor si no dudáis.
—¿Puede un hombre, quizá, sentirse bien no creyendo en nada?
—Sí, porque lo olvida todo y, al olvidarlo todo, se olvida de sí mismo, y
de repente desaparecen todas sus preocupaciones, porque la mayor
preocupación es uno mismo.
—Sí, pero te tienes que preocupar de olvidar.
—Ya, pero solo de esto. Te juro que únicamente es esto, y es bastante
fácil. Mucho más fácil que creer o dudar.
—Probaré.
Así lo hizo, y súbitamente, como si hubiese pasado un huracán que
arrancase de golpe todos los árboles que han acompañado durante siglos a
un pueblo, desaparecieron todas sus dudas. Al día siguiente, medio país no
creía en nada. Pasados dos días, fue convencido el Gobierno y sucedió lo
que en el anterior país que se publicó un edicto que decía así:
«Nosotros, los que siempre hemos dudado, proclamamos que ya no lo
hacemos, y, en cambio, afirmamos no creer en nada, reconociendo, en todos
los sentidos, que esta es la autentica y única verdad. Desde hoy este país ya
no se llamará más Duda, sino Incrédulo II».
Después de esto, el presidente, dirigiéndose al Increíble Incrédulo, dijo:
—Quédate con nosotros, te lo ruego en nombre del pueblo.
—No puedo, señor —contestó este—, aún me queda mucho trabajo, dos
países: Esperanza y Crédulo.
—Ah, comprendo. Sí, debes ir. Es preciso que vayas. Y si necesitas
Incrédulos para poder convertirlos a la incredulidad, no dudes en recurrir a
nosotros y te mandaremos cientos en un abrir y cerrar de ojos. Pero ahora,
vete, cumple tu misión.
Así lo hizo, mientras le resbalaba una lágrima por cada mejilla.